Un tema potencialmente susceptible de conflicto judicial son los errores que, por negligencia o por accidente, pueden cometer los servicios sociales a la hora de gestionar conflictos familiares de cierta gravedad, como son los relativos a la custodia y tutela de los hijos. Estos errores no siempre versan acerca de lo que cabría esperar, y que más atención suele recibir por parte de los medios de comunicación. Con frecuencia, se oye acerca de cómo el padre pierde la custodia y tutela de los hijos en favor de la madre, que ostenta ambas de manera casi exclusiva. Pero en ocasiones, estos errores nacen justamente cuando lo que se pretende es alterar esa situación de algún modo, ya sea por iniciativa del padre, que decide emprender acciones para mejorar su situación con respecto a sus hijos…o ya sea por iniciativa de la madre, pues hay casos que, aunque no tan habituales como los primeros, también se dan. Casos como una madre que desea que sus hijos pasen más tiempo con el padre ausente del hogar, o que éste también protagonice y participe en la educación y crianza de los retoños comunes.
Recientemente, un caso que coincide con esta última descripción llamó nuestra atención sobremanera, no solo por lo peculiar que de por sí resulta este tipo de temática, que no suele encontrarse con la misma frecuencia que otras relativas a este tipo de conflictos familiares que acaban dirimiéndose por la vía judicial, sino también por la gravedad de la injusticia que se cometió con una mujer que solo quería mejorar las circunstancias por las que atravesaba su familia. En el caso concreto que nos ocupa, una madre decidió pedir una modificación en el régimen de visitas para posibilitar un mayor contacto entre su exmarido (y padre de sus hijos) y los niños. Parecía algo casi rutinario, que no debería haber motivado el menor inconveniente, pero lo que aparentaba ser un trámite muy sencillo, terminó convirtiéndose en un infierno para nuestra protagonista.
Todo el problema se originó, no en una mala relación con su exmarido, sino en los problemas de conducta que uno de los hijos presentaba. Estos problemas conductuales llevaron a una madre superada por diversas circunstancias vitales particularmente estresantes, a solicitar ayuda a los servicios sociales de su localidad, esperando encontrar un auxilio necesario para tratar de corregir la problemática conducta de su hijo rebelde. Y los servicios sociales respondieron a su solicitud, aunque de una forma un tanto particular. En lugar de centrar su atención en el hijo, consideraron que lo que fallaba era la dinámica familiar en su conjunto, y que de esa dinámica alterada se derivaban los problemas de conducta del niño. La madre, lega en estas cuestiones, confió en el criterio profesional y aceptó una intervención familiar para corregir esa dinámica supuestamente alterada. La intervención concluyó al cabo de unos meses, y en verdad se produjeron mejorías (aunque no se sabe hasta qué punto se debieron al programa de intervención) Pero al menos, los problemas conductuales del hijo, la causa que originó la intervención, remitieron considerablemente. Aun así, otras diversas circunstancias vitales impedían a la familia terminar de encontrar ésa paz perdida hacía algún tiempo, por lo que la madre, considerando siempre lo mejor para sus hijos, decidió que era un magnífico momento para que el padre de sus hijos participara de forma más activa en su educación y crianza, y así, además de compartir las responsabilidades propias de la paternidad, ella quedaría más liberada para poder hacer frente a ésas otras circunstancias adversas que atravesaba la familia.
Por ello, la mujer solicitó una modificación en el régimen de visitas, pidiendo para conseguirlo un justificante por parte de los mismos servicios sociales que con anterioridad atendieron a su familia por medio de la mencionada intervención. La petición de la mujer fue muy simple: un breve informe que contestara a dos sencillas preguntas. Uno, quiénes se podrían beneficiar de esa modificación en el régimen de visitas. Y dos, si los niños demandaban mayor presencia del padre ausente en su hogar y cómo podría beneficiarles ese mayor tiempo transcurrido a su lado. En lugar de contestar a la petición de esta madre, los servicios sociales publicaron una serie de documentos y datos íntimos, nacidos del contexto terapéutico de la intervención familiar, y que por el secreto profesional jamás debieron haber salido de dicha intervención. Por si esto no fuera lo bastante grave, muchos de los datos publicados además mostraban errores, contradicciones, acusaciones, juicios de valor o incluso falsedades que parecían intencionadas y no fruto de meros equívocos casuales.
El daño al honor de la mujer fue tremendo, pero lo peor estaba por llegar por si no hubiera sido bastante lo anterior. Al pedir explicaciones por este acto a los servicios sociales, éstos contestaron a la mujer emitiendo un informe basado en la documentación publicada en el que repitieron las mismas conclusiones a las que se llegaron antes, aunque elevando aún más el tono de las acusaciones contra la mujer y la dinámica familiar existente en su hogar. Las consecuencias de este informe erróneo y malintencionado, que fue remitido a los juzgados sabiéndose el daño que podía causar a la afectada y a su entorno inmediato, no se hicieron esperar. La mujer vio como en poco tiempo, perdía la custodia y después la tutela de sus hijos. No solo ella, también a su exmarido le quitaron la tutela. De pronto, no podían ver a sus hijos, y hasta éstos fueron sacados de su colegio un día cualquiera, llevados a un centro de acogida sin que se les facilitara ninguna explicación. La mujer tuvo que atravesar entonces un calvario judicial para conseguir recuperar a sus hijos, demostrar al mundo que no era una mala madre y limpiar un honor personal y una imagen pública que habían quedado severamente manchadas.
Y es que las acusaciones que se vertían contra ella en aquel informe resultaban devastadoras, reflejando un retrato de ella que rozaba lo monstruoso, llegando incluso a acusarla de un maltrato contra sus propios hijos que el propio informe era incapaz de probar en modo alguno, pero que fue admitido a trámite por los juzgados de forma casi automática, precisamente por ser remitido por un equipo de profesionales y por unos servicios sociales se suponía que competentes. ¿Qué falló entonces, para que una madre que solo quería que su exmarido disfrutara más de sus hijos, se viera envuelta en una situación así? Resulta evidente que hubo algo en los servicios sociales que la atendieron que no funcionó, o que no funcionó como debería haberlo hecho. Pero, al ser los servicios sociales unas instituciones gubernamentales de carácter social, la mayoría de la gente (y de los afectados en particular por decisiones que toman y que pueden perjudicarles, como en este caso del que hemos hablado) considera que nada pueden frente a ellas. Y entonces, prefieren dejarlo pasar y tragarse el daño que les hayan podido ocasionar, concibiéndolo como algo inevitable contra lo que no se puede luchar. Los sentimientos de indefensión e impotencia están y estarán ahí, pero el adversario es demasiado inalcanzable.
Sin embargo, a veces hay quien se atreve a dar el paso. Y los servicios sociales, tal como ésta mujer decidió, tampoco pueden ser jurídicamente intocables ante estos fragantes errores que en ocasiones, hasta ellos cometen. Si cometen un error, deben enmendarlo o compensarlo. Igual que lo haría cualquier otra institución o entidad. ¿Por qué habrían de ser diferentes, intocables? Siempre se deben agotar todas las vías, y reclamar todos los daños que deriven de uan actuación negligente o malintencionada…proceda de donde proceda.